la foto es de Robb Debenport, tomada de www.debenport.com
Para mí "poseer a una mujer" es la posibilidad de adentrarme en la intimidad de su alma a través de la intimidad sexual. No quiero sólo abrirle las piernas y penetrarla: quiero entrar en ella cabalmente, fundirme en sus secretos al hacerle el amor, conocerla enteramente y apreciar esos secretos que sólo muestra una mujer cuando se apasiona y gracias al placer libera sus tabúes y miedos. Gozar de ella y con ella en los planos físico y espiritual.

martes, 4 de marzo de 2008

... yo no quería

Manejo un pequeño comercio de artículos escolares en un barrio donde reside una pediatra de renombre, siempre atareada en la consulta, con su única hija, Laura Edith. Aunque amables, no intiman con nadie; según los chismorreos, la madre ocultó su divorcio por años a las monjas del colegio para evitar la expulsión de la niña... --tan retraída, pobrecilla, por la falta del padre, siempre sola en esa casona, --comadreaban las vecinas al verla.

Pasaba de diecinueve, pero por su físico tan aniñado aparenta quince: delgada, con el cuerpo sin gracia de su madre, caderas estrechas y un busto escaso oculto con rigor. Su rostro, que no llega a ser bonito, más bien inspira simpatía por la naricilla respingona llena de pecas y una voz cantarina que contrasta con su expresión conventual.

Sólo una vez había intentado charlar con ella cuando, al darle el vuelto, reparé en
sus manos pequeñas, de dedos alargados y finos. --Tienes la línea del arte --le dije mientras se la remarcaba con el canto de una moneda. --Es muy rara--. No respondió, pero su gesto de incredulidad y desconfianza dejó bien en claro cuán imprudente juzgaba el comentario.

Anoche al cerrar, tras una jornada agotadora, me encontraba atareado en la contabilidad cuando alguien llamó. Era Laura, le había fallado la impresora y requería de mi equipo pues no podía acudir a su madre, que estaría ocupada hasta muy tarde en el quirófano.

Los problemas comenzaron al tener que convertir el formato de sus archivos. Intuí que el asunto sería largo; a esa hora yo anhelaba una ducha y empezaba a incomodarme una barba incipiente. No me sentía bien para estar cerca de nadie. Y menos de alguien que oliera a talco.

Para agilizar la tarea me posesioné del teclado --soy muy hábil-- mientras ella permanecía de pie a un lado atenta a los avances y --pensé-- viendo qué podía aprender. En otras circunstancias se lo hubiera explicado, pero tenía urgencia por acabar. Ella se fue aproximando, pendiente de la pantalla, de forma que al cambiar la mano del teclado al ratón le empecé a rozar las piernas.

Yo estaba concentrado en la máquina, ajeno al mundo, hasta que llegó el momento en que me sorprendí que, en vez de retirarse, no tardó en apoyar sus muslos sobre mi brazo. Cuando sentí que se montaba sobre mi hombro, estremeciéndose, me giré para decirle: --Oye, Laura, creo que mejor... --pero mi cara dio de lleno entre sus senos firmes mientras la oía decir, con una voz algo enronquecida: --Sé que me deseas...-- al tiempo que se abrazaba de mí, atrayéndome hacia una mesa de trabajo.

Se sentó en el borde, mientras guiaba mis manos por su cuerpo, siempre sobre la ropa sedosa y oscura. Me dejó los dedos sobre el dobladillo de su falda, invitándome a remangarla, mientras ella soltaba mi pantalón y rebuscaba dentro. Logré quitarle sus pantis de ositos sin fijarme cuándo se descalzó, pero sentí claramente como me apresaba con los talones en mi espalda.

Allí estaba yo, sujetándola de la cintura y dejándole completamente la iniciativa. Descubrí cuán sensual podía ser ese exceso de prendas que inutilizaba la vista, obligando a concentrarme en lo que palpaba, sintiendo como ella frotaba mi pene erecto todo alrededor de su sexo, diciendo: --...mejor que se conozcan bien antes de que se compenetren...--

Cerré los ojos (de cualquier manera su falda cubría la escena) y me abandoné a su voz y a sus manos de artista, anhelando su siguiente estremecimiento, a la espera de que me guiara pronto a la entrada de su mundo, de que ya no me excluyera.

De pronto, me impulsó con sus pies hacia delante. El dolor de la desfloración le recordó su vocación de sacrificio, pues empezó a salmodiar: --Ave María... yo no quería... Ave María...--; cuando mi ritmo se incrementó, la letanía cambió a: --Padre Nuestro... qué bueno está esto...-- para rematar el santoral con --¡SANTO TOMÁS!!!...--


Le agradecí su entrega besándola en los párpados y volteando hacia otro lado mientras arreglaba su ropa. Se despidió de mí, diciendo: --¿Sabes que la doctora Edith tendrá guardia este sábado por la noche?

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