la foto es de Robb Debenport, tomada de www.debenport.com
Para mí "poseer a una mujer" es la posibilidad de adentrarme en la intimidad de su alma a través de la intimidad sexual. No quiero sólo abrirle las piernas y penetrarla: quiero entrar en ella cabalmente, fundirme en sus secretos al hacerle el amor, conocerla enteramente y apreciar esos secretos que sólo muestra una mujer cuando se apasiona y gracias al placer libera sus tabúes y miedos. Gozar de ella y con ella en los planos físico y espiritual.

miércoles, 15 de octubre de 2008

dedos canela
manicura rosada
erizan mi nuca

Por qué odio los condones:
manifiesto sibarita



Bien conozco la necesidad de prevenir VIH, VPH..., pero me resisto a encarcelar mi sexualidad en la esterilidad de un quirófano.

Declaro mis convicciones: Aunque privilegio el sexo genital, reconozco que el amor sensual trasciende el intercambio de fluidos.
Mi goce reside en crear placer en mi pareja, en incrementar su potencial femenino llevándola a desencadenar esa energía mágica y beberla en las mismas fuentes, disfrutando de sus privilegios creadores de mujer a través de mis (ciertamente más de cinco) sentidos aguzados. Pero no como vampiro o saqueador clandestino, sino forjando una simbiosis que culmine en la confusión de su yin liberado con mi yang ansioso.

Discrepo con quienes afirman que el pene es un tonto incapaz de distinguir entre vagina, mano, boca o fetiche plástico.
No el mío, al menos, que superó el papel de espada que violenta para asumirse como minucioso buscador de tesoros; que sabe darle tiempo al tiempo olvidado de medir sus logros en centímetros (lineales o cúbicos).
Quien espera pacientemente a que vista, tacto, olfato, oído y gusto y pasión satisfagan sus ansias, aguardando el momento de auxiliarlos y participar en su juego. Y además se admite feminista, pues sabe que sin su complemento femenino no es más que un incómodo apéndice excretor.

Otros de mis sentidos también han aprendido algo con el tiempo. Mi vista ya no se deja impresionar con la belleza escultural y se avergüenza de su etapa fetichista. Tacto aprendió a desplazarse a zonas más sutiles y a provocar resonancias. Oído y olfato se unen para oír sabores y olfatear gemidos.

No me resigno, pues, a que una barrera de látex interrumpa el torrente de sensaciones sensuales y suprasensuales: texturas, tibiezas, humedades, cosquilleos y presiones. Entregas, éxtasis, juegos lumínicos que pasan de cuerpo a cuerpo recorriendo caminos secretos para fundirse en el crisol de dos vientres unidos. Sentimientos de resistencia-posesión simultáneos, proyectos compartidos, poesía cursi, amor cabal...

jueves, 2 de octubre de 2008

Nouvelle cousine

Gastronomía:
lluvia de ajonjolí
sobre tu vientre

autorretrato a lápiz

Coincidimos una tarde, cuando ella regresaba de compras. Durante nuestra larga separación, la recordaba siempre arreglada con su uniforme colegial. Ahora vestía informalmente, sin gota de maquillaje y el pelo recogido en una coleta, pero sus ojos seguían luciendo esa chispa café rojizo que tanto le añoraba en mis ensueños. Me invitó a pasar a su departamento en el que tenía un pequeño taller donde elaboraba maquetas. Nos relatamos brevemente nuestras vidas mientras bebíamos café frío. No, no se había casado, ni tenía pareja desde hacía tiempo. Ella, siempre asediada pero distante, como ahora que se escudaba tras su escritorio, donde se revolvían bocetos y planos. Entre ellos entreví un dibujo a lápiz. Lo tomé sin preguntar: un desnudo femenino muy bello, de espalda. La modelo esperaba a su amante sentada en su lecho mirando hacia la puerta, con el pelo ondulado cayendo suelto sobre la musculatura de una espalda lista para brincar hacia adelante. Miré a Bertha de reojo mientras admiraba el retrato. Se había puesto tensa, ya no sonreía y tenía entornados los párpados. Me levanté y rodeando el escritorio, me situé tras su sillón. --Te ves cansada --dije mientras presionaba sus hombros hacia abajo--, deberías relajarte. Percibí su tibieza bajo la blusa, percibí como su respiración se acompasaba. Transformé el masaje en caricias sobre sus hombros y cuello. Ella callaba, entonces apoyé mi barbilla sobre su clavícula y entrelacé mis manos con las suyas. La levanté por los codos, y la conduje a un sofá junto al restirador; siempre detrás de ella, con su espalda apoyada en mi pecho, la senté sobre mis piernas. Recorrí con mis uñas la orilla de su escote al tiempo que mordisqueaba la base de su cuello. Luego separé suavemente sus rodillas; la otra mano soltaba el primer botón de su blusa para explorar bajo las costuras de sus copas. Recorrí sus muslos, el exterior primero, luego la parte interna, describiendo círculos en ascenso, mientras mi boca también subía besando su cuello hasta la base de su mandíbula. Le quité la blusa y solté el broche del sostén para acariciar sus senos con la piel de mi pulso: no quería lastimarlos con la aspereza de mis dedos. Cuando empecé a presionar sobre su pubis, le susurré al oído: --Bertha, mi Bertha... eres mía, eres mí Bertha: Dímelo. Asintió sin palabras. Entretanto yo exploraba entre sus prendas y su vello: un monte suave y tibio, tan tibio como el aroma que emanaba toda ella, aroma a mujer en entrega total, silenciosa. Hice que se pusiera de pie frente a mí, y la atraje sosteniéndola firmemente de las nalgas para poder besar sus senos y liberarla de sus últimos encajes. Allí estaba frente a mí, mirándome mientras le mordisqueba los pezones. Como puede me quité la ropa; ella se recostó con las piernas dobladas muy abiertas. La miré de nuevo: vi su vello escaso y rizado, sus pezones rozados, su boca entreabierta que sonreía, sus ojos entrecerrados me llamaban. Me arrodillé frente a ella, con mis rodillas bajo su cadera. Y así conocí su estrechez satinada y palpitante. La amé despacio, repitiendo su nombre, acariciándole el rostro y el pelo, oyendo sus gemidos ahogados, aspirando sus olores almizclados. Cuando llegó al clímax lo compartí con ella: absorbí su orgasmo que me llenó el vientre con una luz azulada que subió hasta mis pómulos mientras lograba decirle que la amaba, que era bella. Ya relajado, recordé que en un cambio de posición vi un lunar sobre su cintura, en forma de media luna, el mismo que se bocetaba en el dibujo. Mientras mis dedos se entrelazaban en sus rizos le pregunté que en qué pensaba mientras se dibujaba tan fielmente. --Pero qué tontos son los hombres... --fue su única respuesta, mientras se daba la vuelta, --acabas de arruinar todo. Mejor vete, y no regreses. Salí desconcertado. Nunca la volví a ver, pero mis recuerdos se enardecen cuando miro un autorretato sin firma que colgué de mi estudio, y del que sólo yo adivino su historia.


miércoles, 1 de octubre de 2008

Reciprocidad

bañas
con tu aliento
el dorso
de mis manos
cuando
acaricio
tus
senos